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Cuando la mañana llegó, escurriéndose entre tinieblas, campando por la dehesa; la claridad era tenue y el sol, agazapado, intentaba adivinar la silueta del horizonte.
En una alborada de frías tonalidades, la humedad nublaba las encinas y envolvía el robledal; resguardando al toro negro y cercando a la yegua pajiza.
Tumbado junto al arbusto de la blanca jara, escondido de la bruma, cubriendo el cuerpo junto a la áurea manzanilla y acurrucado en los cortos brazos del pasto; la niebla acariciaba dulcemente el rostro de un chaval, que parecía camuflarse en armonía con el entorno; haciendo notar su fría madrugada.
Al despertar el joven, pensó con dificultad. Le costaba relacionar ideas sobre todo aquello que le había sucedido. Sin encontrar argumentos certeros, la duda acampó entre dolores y quejidos. Su pensamiento, transitó por desviaciones que le condujeron por caminos desconocidos, saltos de un tiempo a otro sin relación alguna, que intentaba suprimir para no ahondar más en la confusión, concentrando la razón en un objetivo claro para no perder el juicio.
Reflexionaba sobre cómo afrontaría las dificultades que estaban ya presentes y las que sin duda, darían lugar a otras venideras, siendo consciente de que el mayor problema lo tenía allí y en ese mismo momento.
Advirtió rápidamente que nada podía hacer al respecto, pues su dependencia de otros era total. Estaba roto y perdido.
Recostado sobre los sueños aún, se veía ya en ese maravilloso mundo, donde las oportunidades se ofrecían lícitamente a quien quisiera optar a ellas, sin ofrecer la pleitesía al patriarca del clan, de aquél de quien marcaba una larga distancia.
La esclavitud de su tierra, le hizo vivir sometido a las voluntades individuales de los poderosos jefes del grupo y sus adeptos, humillando y menospreciando su capacidad; hasta que empezó a correr sin parar.
Los recuerdos atormentaban su mente hiriendo aún más el espíritu, destrozado por el amargo final, oculto en la oscuridad y hundido sin la llama de la alegría, castigado por el látigo de la incertidumbre, que azotaba el corazón, abriéndole llagas de amargura, aplastado por la gran piedra de la mentira que iba derribando cuantas ilusiones se levantaban.
Lentamente, enumeraba opciones a las que podría optar nada más cruzar la estrecha lengua de gato, aquella que formaba el mar para separar dos formas de vida tan dispares, diferentes y a la vez tan cercanos, que era inconcebible asegurar que pertenecían al mismo mundo.
Le parecía increíble que en esa pequeña distancia que separaba una orilla de la otra, se abriera semejante abismo, otorgando a cada grano de arena de distintas playas, un valor irreal y despreciable, convirtiendo la diversidad de la gente, en especie con signos de calidad, por el mero hecho de haber nacido en distintos lados del mar.
Confrontaba un rostro marchito quemado por el sol desértico, con los semblantes resplandecientes y radiantes, que dibujaban el límite del paraíso, dándose cuenta de la injusta existencia a la que estaba condenado por nacimiento.
Contrastaba la diferente luz que irradiaban de sus miradas con la suya que iba apagándose. Y se lamentaba del infortunio entre gimoteos, sollozos cansinos, sin esperanza real de verse a salvo de aquella situación. Prácticamente, ni podía permitirse el lujo de hacer aparecer los escasos sentimientos que aún conservaba para llorar.
En una leve sensación de lucidez, aparecida tras verse entre los primeros rayos solares, que incidían sobre sus facciones; le mostró la realidad, dañando las heridas, tanto físicas como sensoriales.
Pero Ahmed, odiaba la cruda existencia a la que se veía sometido, e introduciéndose en la fantasía, intentaba doblegar la capacidad para discernir sobre todo lo ocurrido y se imaginaba la dulce cara de Yamila.
Sin discernir claramente la invención de la realidad, vio asomar como aparecidos de la nada, varias personas acercándose desde un plano superior al suyo con una amable sonrisa y voces calmadas, interesándose por él. Le auxiliaron, y su cuerpo tendido por fin se sintió seguro.
Edición corregida 13.12.2019
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