Iban caminando con la duda que les dejaba la sensación del comportamiento llevado a cabo, de la escasa atención prestada hacia el otro en determinado momento de la noche, y la falta de ingenio mostrada en la solución de la situación a la que los había conducido la mala comunicación, la terquedad en los planteamientos, las miradas sin respuesta, las sonrisas sin brillo ni alegría.
Su paso por el camino, aunque firme y tenso, marcaba el desánimo, que hacía vislumbrar un estado de alteración en las verdaderas emociones que sentían recíprocamente.
Obligados por la cercanía, la unión a la que estaban sometidos, alojaba con certeza una distancia difícil; o cuanto menos, reticente para intentar suprimirla.
Obligados por la cercanía, la unión a la que estaban sometidos, alojaba con certeza una distancia difícil; o cuanto menos, reticente para intentar suprimirla.
El enojo era manifiesto. La intranquilidad
se mantenía, aún cuando el transcurso del paso del tiempo la disipaba levemente, y según disminuía la tensión en la que estaban sumidos, se hacía más
patente la moderación del pensamiento.
La reflexión se fue haciendo hueco entre las olas de
la turbulencia y otros parámetros de los que hasta ese momento no se pusieron en cuestión, entraron en escena con sutileza y elegancia, borrando hábilmente la nube de tristeza que ambos habían alimentado.
Era una noche clara, iluminada por la luna grande y
redonda, acompañada por la belleza de incontables estrellas de una fresca y
vecina madrugada, donde la contemplación invitaba a una pausa, sin ser aprovechada por los contendientes de criterio respecto a una situación banal e intrascendente; y sin embargo, transformada en notable discrepancia por
diferentes puntos de vista. El sol escondido tras la montaña esperaba impaciente el asalto diurno de los
colores.
Se rozaban sin querer, o queriendo; pero no
se encontraban satisfechos con los acontecimientos que habían sucedido. En ningún
momento reflejaban alegría, debido a la confusión que albergaba el interior de
ambos, exteriorizado con un leve resquemor hacia el otro.
La exigua luz de la senda por la que
entregaban sus reflexiones al desconcierto, que los tenía inmersos en una
hipótesis desconcertante; daba un aspecto lúgubre, como el sombrío y escaso análisis de los
juicios expuestos, que circulaban por vías de la escasa empatía mostrada.
Unas farolas isabelinas acogieron con agrado, el
acompañamiento al que se veían obligadas por la irrupción pacífica y testimonial, que ejercía la pareja en la intersección entre el camino que dejaban atrás con la
avenida y calle principal, que servía de unión a los cercanos núcleos urbanos de
la comarca.
En el cielo estrellado dominaban a sus
anchas los diminutos luceros, numerosos y resplandecientes en el manto oscuro
de la noche, donde la luna presidía su efímera estancia en el trono de los
astros.
Rodeados por las sombras, que hábilmente se
desplazaban sin inquietar la placidez del silencio, se percibían al instante, los deseos reales que se interpretaban en aquellos corazones heridos, pues nada había que no pudiera superar la situación.
En la penumbra se captaba cualquier variación
en el razonamiento, descubriéndose la intensa necesidad de la presencia de una
caricia. Expresando con el tacto un deseo, ofreciendo con la mirada comprensión y el corazón libre de agravios, con un pensamiento tenaz y definitorio, insinuando la reconciliación.
El deseo de una, era la ambición del otro.
La satisfacción de uno, era la pretensión de
la otra.
Un abrazo querido, que redujera la lejanía
manifiesta de los sentidos, que habían estado subordinados al imperio de la
confusión y a la falsedad de la desconfianza.
Preciosa arboleda majestuosa, que resaltaban
unos troncos hercúleos, para soportar la gran cantidad de ramificaciones de unas hojas siempre dispuestas para cualquier aviso del viento
interpretando la partitura dispuesta en cada movimiento. La brisa acompasaba una melodía sutil, nada perturbadora de la
quietud en la que se encontraba el follaje. Brotaba un resquicio de alentadora
moderación, surcando los recovecos y laberintos que formaba la hojarasca, intentando alcanzar el
paraje donde se mezclan los colores, la savia, la intención, la fantasía y la
quimera, para engendrar los sueños.
Sueños despedazados por las garras de la
incomprensión, descompuestos por la intolerancia, desordenados por el equívoco
de la actitud y escondidos por la mano de la apatía.
Se oía el suspiro de las flores. El
acompasado aliento de los pétalos embargaba las emociones caprichosas y
contradictorias que deambulaban sin consentimiento de la lógica establecida por
la pasión. Aroma embriagador de los lamentos, que las rosas se encargaban de
arrastrar hasta donde ardían las suspicacias, malentendidos y demás congéneres
de la desidia.
En la bóveda de los afectos quebrantados
reposaban también unas lágrimas que surcaron la delicada piel de la dama,
abrumada por tanta incoherencia y desfachatez.
El agua se desparramaba con arrogancia al
verse recompensada con la gratitud de la tierra. Esperando a los primeros destellos de luz estaba el rocío,
desplazándose lentamente, tan sinuoso en su movimiento que el aire no advirtió su presencia.
Aún con los ánimos relajados, el
discernimiento se mostraba esquivo, haciéndose de rogar para conceder la
absolución. Todavía deseaba recrearse en la maraña de las conjeturas, dándole
ocasión a la cobardía, a regodearse en el fango de la torpeza, cabalgando a
galope, contrarrestando la fuerza del raciocinio.
Una tímida sonrisa era disimulada en el
rostro masculino, escondiendo una intención de conformidad con la postura hasta
el momento mostrada por la fémina. Había una predisposición hacia el
reconocimiento de la pasividad mostrada.
Al atravesar el ajardinado paseo, una fuente
de dos caños ofrecía el agua que manaba turbando el místico sosiego del cambio de
poderes que iba a crear la entrada de la alborada, apoyándose lentamente sobre
las torres y murallas que coronaban la explanada.
Con un cruce de miradas, se habilitó la primera
conexión de entendimiento, que de por sí misma, no era suficiente todavía para
la manifestación de la palabra, afligida por la congoja del ingenio, humillado
y vilipendiado por tan insensata demostración de recursos. Sin embargo, el
letargo en que se vio postrada la voluntad se hallaba inquieto, impidiendo a ésta
un reposo absoluto.
Acercándose a los caños de la fuente, y tras
beber agua, refrescando los labios y la garganta para estimularlos hasta el
momento en que actuara la voz, la chica se dirigió hacia el conjunto de bancos,
todos ellos solitarios y deseosos de proporcionar el asiento,
reposo, serenidad y el cobijo de los troncos que circundaban el castillo. Tras ella siguieron los
pasos del hombre, que sopesando teorías, aún no se atrevía a poner en práctica
alguna de ellas, dejándolo todo al devenir de postreros acontecimientos.
El entorno idílico del paraje resurgió de
entre el crepúsculo, que poco a poco irradiaba lucidez en los propósitos de
ambos. Con el propósito para afrontar el arreglo del menosprecio causado, tratando de
dejar claro que fue sin la mínima intención de que pasara lo que sucedió, el
chico se aproximó hasta tocar con el cuerpo al de la joven. Ésta sintió el contacto
como un inicio esperanzador, mas su enfado siguió siendo evidente, por lo que evidenció todavía alguna reticencia a la apertura de un acercamiento sentimental,
dejando la iniciativa a su pareja, que fue quien alentó la discordia.
La claridad iba borrando la noche al igual
que el escepticismo afrontaba el paso hacia la expectativa de una favorable
comunicación, auspiciada por la inmediatez de la proximidad. La frialdad del
alba penetró en los cuerpos impulsándolos a juntarse y aguardando la acción del
primer pronunciamiento que él estaba a punto de realizar.
Apoyando el brazo sobre el hombro de ella,
la atrajo hacia sí notando la relajación de los músculos que se entregaron
solícitos a su voluntad. Sara entendió la circunstancia, inclinando la cabeza
sobre el pecho de Luis, escuchando los latidos del corazón, que estimuló la
conciencia pidiéndole perdón y ofreciéndole todo su cariño.
Ya se asomó el día rozando las crestas de
las grandes arboledas, que al contacto de la luz se encumbraron de alegría. Los
ojos volvieron a mirarse complacientemente, colmados de colores. Se cruzaron las
sonrisas entusiasmadas por volver a jugar. Los gestos se hicieron tiernos, desterrando la tensión y las manos mimaron los cabellos pretendiendo no
turbarlos. Sin encontrar motivos para pronunciar una sola palabra, el silencio
aconsejó sellar los labios con un beso sincero y prolongado para olvidar la
desavenencia, guardada en el cajón de las divergencias.
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