
Erick Johansonn. renderasnews.com
Ya no podía hacer nada que resolviera la situación. Algo que pudiera parar el tiempo, y volviera al momento en el que cambiaría los hechos que ocurrieron, por otros que no tuvieran el fatal desenlace con el que la tarde se apagó.
Una vez cometida la barbaridad que ocasionó, vino la conciencia pidiendo explicaciones. Entre dudas y excusas inútiles, juzgó y condenó los hechos, sin necesidad de testigos ni pruebas, que eximieran de la culpabilidad del hecho llevado a cabo.
No sabía cómo había tenido tan mala y despreciable voluntad para causar tanto daño, ni qué odioso pensamiento turbó su cabeza, o cómo había llegado a destrozar la vida de las personas mas cercanas a él. Qué circunstancia y quien osó a empujarle para cometer tamaña crueldad sobre su propia familia.
Pensaba en Juana, su hermana; la cuál estaría ahora destrozada.
Ella se encontraba junto a su hijo, en la habitación del hospital donde había sido operado el chico, de las heridas producidas tras recibir un brutal hachazo, debatiéndose entre la vida y la muerte, cubierto de dolor y las lágrimas de padres y hermanos.
En un momento de locura, la percepción de la realidad se volvió trágica.
Falsas nociones de una impresión ilusoria creada por una discusión descontrolada y la aparición de una atrocidad sin límites, arrastrada por la pérdida de los elementales sentidos de cordura; abocaron a las insidias y desprecios causados en un torrente de violencia.
Su sobrino Juan, aquél que cuando era niño, subía a cuestas y con él a la espalda, corría simulando un caballo, jugando como si lo hiciera con un hijo suyo, ese chico que durante toda su adolescencia y parte de la juventud, estuvo aprendiendo de sus enseñanzas prácticas, mostrándole las destrezas que debería aplicar en la buena cosecha de las tierras de labor, de las que se ocupaba en el cometido de la administración y por las que habían llevado a desencadenar tamaña desgracia.
Ahora Juan estaba postrado con la parca, guadaña en ristre y rondando por si fuesen requeridos sus servicios, combatiendo duramente por un último suspiro.
Recogieron al chico, inconsciente y sangrando tendido en la huerta, mientras el agresor corría sin rumbo en busca del lugar donde se ocultan los cobardes.
Protegido por la oscuridad, su vago caminar no le ahuyentó de su maldita canallada, perseguido por el acecho constante de la culpa, revoloteando machaconamente, cual rapaz sobre su presa despreocupada.
No encontró consuelo ni descanso, pues tampoco en busca de ellos fue, mas una rabia desesperante se inoculó en su pensamiento, lleno de arrepentimiento, un juicio sensato que le hizo ver a su Juan, entre borbotones de sangre, caer como un guiñapo sobre la hierba crepuscular de la tarde, junto a la rampa que causó la disputa por la propiedad de la linde separadora de tierras.
Llorando amargamente y fijando la vista en sus grandes y fuertes manos abiertas, fue consciente de la desgraciada actitud con la que había golpeado a todo su clan. Se derrumbó cayendo de rodillas, y golpeando con violentos movimientos de los puños sobre la tierra y maldiciendo entre gritos el momento en que atacó a su sobrino con la violencia empleada.
Se incorporó apesadumbrado y abatido, decidido a asumir los tremendos errores que inició con la violenta discusión.
En la noche encubridora, encontró a su captora. Su propia conciencia, que anteriormente le hizo ver su sangriento acto, y originó la aparición de la amarga sensación culpable de la furia empleada y la evidente superioridad física con la que se produjo el incidente, llevándole a un estado indolente y borrando cualquier sensación de dignidad.
Anduvo hacia donde la luz emitía señales de vida, hacia el pueblo; a entregarse a su hermana.
Llorando amargamente y fijando la vista en sus grandes y fuertes manos abiertas, fue consciente de la desgraciada actitud con la que había golpeado a todo su clan. Se derrumbó cayendo de rodillas, y golpeando con violentos movimientos de los puños sobre la tierra y maldiciendo entre gritos el momento en que atacó a su sobrino con la violencia empleada.
Se incorporó apesadumbrado y abatido, decidido a asumir los tremendos errores que inició con la violenta discusión.
En la noche encubridora, encontró a su captora. Su propia conciencia, que anteriormente le hizo ver su sangriento acto, y originó la aparición de la amarga sensación culpable de la furia empleada y la evidente superioridad física con la que se produjo el incidente, llevándole a un estado indolente y borrando cualquier sensación de dignidad.
Anduvo hacia donde la luz emitía señales de vida, hacia el pueblo; a entregarse a su hermana.
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