Hubo un día en que el maizal desapareció. Aquél campo de maiz donde nos metíamos para perdernos y encontrarnos después entre sustos y risas; cogiendo de las mazorcas los rubios cabellos que sobresalían para adornar la silueta de las cápsulas del grano, y así poder disfrazar nuestros rostros con los mostachos que con la mas ingenua imaginación nos hacía mayores, con las burlas, bromas y mas disparatadas imitaciones de cualquier personaje que se nos pusiera en mente, haciendo de la diversión norma común cada vez que entrábamos en el campo de panochas.
La acequia seguía encauzando el agua hasta la vega, donde todos los frutales y demás hortalizas esperaban pacientemente, floreciendo día a día.
El camino asfaltado que hacía de carretera hasta las últimas casas del pueblo, acercando la montaña, las pedanías y cortijos, los pueblos vecinos y los caminos rurales; bordeaba la parte norte del terreno de cultivo, y corría paralela a los grandes plátanos de sombra, al sauce llorón y algún que otro tipo de árbol que se me fuera de la memoria, todos ellos majestuosos y frondosos, alzándose en lo alto de un pequeño terraplén del solar, recorriendo la calzada y sirviendo de escolta a todo vehículo que hiciese el trayecto por dicha vía. Bajo la pendiente de la carretera se encontraba la acequia, sirviendo de separación del bancal, y otorgando dicho desnivel del terreno una pequeña tribuna para mejor posicionamiento y visión del juego.
Las restantes lindes de la parcela, las delimitaban por un lateral, una calle con una fila de casas bajas, situandose en el lado opuesto que la acequia recorría y separaba, el barrio de nueva construcción para ensalzamiento de los 25 años después de la guerra civil, de nombre La Paz, donde vivíamos todos los que disfrutamos mayormente del cambio de uso de la parcela para provecho del juego y amplitud del barrio. Como fondo sur, colindaba una tierra sin cultivo, donde posteriormente nacería un colegio; tambien se encontraba en las postreras aledañas un basurero que tardó poco en desaparecer. Más alla la huerta, el olivar por un lado, y el instituto con su campo de futbol vallado y el cuartel de la guardia civil más alejado, junto a la carretera que llegaba a Granada, frente al parque.
No está escrito en ningún libro de historia del que se tenga conocimiento, al igual que entre los ancianos del lugar tampoco se habla de cómo llegaron allí las porterías; pero el día que hicieron acto de presencia, iluminaron la ilusión y los sueños de muchos niños, al igual que de los mayores; convirtiendo una finca de cultivo en un campo de esperanza.
Temprano se levantaban los jugadores ante la avalancha de partidos que debían jugarse los días señalados de competición, y los que no había tal, era usual encontrar a temprana hora y en día no lectivo, a alguien peloteando. Allí, si; siempre se estaba jugando al futbol, golpeando la bola.
Había una zona aledaña de terreno libre entre el rectángulo de juego y la acequia que apartaba el barrio, para uso de partidillos que no requerían mas jugadores que los que se propusieran hacerlo en un espacio mas reducido, o para tirarse unos penaltis, o para hacer rondos de pases, y para mil prácticas de todos los juegos imaginables. La acequia representaba un añadido a las fantasías. ¡No habrán navegado barcos, canoas y galeones por las aguas de riego! ¡Y la de limas que se clavarían en aquél solar de tierra, y las chapas que se harían infinidad de carreras por circuitos diseñados por las manos expertas de los conductores, y con las canicas que golpearían a otras desplazándolas de su posición para gloria del mas hábil. ¡Y la de agujeros que se habrían hecho para colar las perras gordas y las chicas y las pesetas...
Pero menos que pelotas y balones recorriendo y botando en la llanura.
También se dirimieron afrentas.
Aunque no se tiraran bien las líneas de yeso, para delimitar la zona de juego, el aspecto que representaba el campo una vez pintado, y colocadas las redes ( cuando llegaron con el tiempo ), con el ambiente que producía la ocasión del juego, proporcionaba una alegoría de la fiesta y espectáculo en que todos estaban contentos. Daba igual quienes jugaran, qué equipos, niños o adultos, el aspecto del entorno daba categoría al partido que se iba a celebrar.
Allí estaban todos los que debían estar, y algunos de los que no, también.
Los balones oliendo a manteca, las camisetas como serones, los pantalones, las zapatillas, las medias, las botas; al libre albedrío y posibilidades.
Los vestuarios en el edificio de la O.J.E. Y las ilusiones metiendo goles.
Allí hubo un día un campo de futbol. Pedregoso, de pequeñas piedrecillas, las llamadas chinas y mas grandes, que nunca desaparecían por más que se intentaran quitar.
Moldeable al clima, pues ni agua, ni viento, ni la nieve, impidieron que se jugara.
Recordado, porque por mucho que el tiempo se empeñe, la memoria dirá que allí hubo un maizal que al desaparecer, se convirtió en un campo de futbol.
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